Incendios forestales

Este verano hemos notado ya los efectos del cambio climático en los registros de los termómetros, mientras las llamas volvían a levantarse por doquier, voraginosas, asolando montes, calcinando parques naturales,  amenazando poblados y urbanizaciones  en muchas  Comunidades de España.

En lo que llevamos de S. XXI hemos padecido cerca de trescientos mil  incendios que han quemado unos dos millones de hectáreas. Fuegos que baten el récord en Galicia, como hemos visto estos últimos meses, y que tienen su origen, mayoritariamente, en la mano del hombre: barbacoas, quema de rastrojos, arrojo de colillas, pero un 55% son intencionados. En Galicia, el 80%. Núñez Feijoo los ha calificado de “acción intencionada y criminal”.

Las consecuencias de los incendios, como todos sabemos, son múltiples: destrucción de la cubierta vegetal, que puede tardar siglos en recuperarse; muerte de los animales que no pueden escapar o que no se adaptan a un nuevo hábitat; daños en cultivos y viviendas; muertes de trabajadores que luchan en la extinción: pilotos aéreos, bomberos, agentes medioambientales, miembros de retenes… Pero el terror del fuego no se experimenta contemplándolo desde la pantalla del televisor, sino desde la cercanía, cuando cuesta respirar entre las nubes de humo,  el calor de las llamas y las pavesas amenazan las vidas de los vecinos o lenguas incandescentes devoran sus campos y sus viviendas.

Una vez más, este verano, se ha constatado que numerosos fuegos eran provocados de forma intencionada por la mano de uno o varios “criminales”: la hora de comienzo, el anochecer; el inicio de varios focos simultáneos. Recuérdese la mayoría de los provocados en Pontevedra, Ourense o  Castillo de las Guardas, en Sevilla. La calificación de Feijoo me parece la más ajustada. No podemos hablar de pirómanos, que, como su etimología expresa, serían personas que tendrían una tendencia enfermiza a disfrutar con el fuego. No. Se trata de gente que furtivamente comete un acto terrorista, al prender la mecha que acaba carbonizando la flora y la fauna un número imprevisible de hectáreas; terroristas que ponen en peligro poblaciones y urbanizaciones con sus campos y sus gentes; terroristas que planifican sus crímenes con la astucia precisa que les permita regresar a su guarida, desde la que, a salvo, gozan, a través de los medios de comunicación,  viendo el  sufrimiento de los habitantes de la zona y de todas las personas que ponen su vida en peligro al combatir la salvajada.

Hoy podemos expresar con propiedad que no es el momento de “legislar en caliente”, pues los legisladores se han tomado un año sabático.  Los cambios de legislación de 2015 mantienen las penas de tres a seis años de prisión, contemplando hasta 20 años de cárcel en los casos en que se pongan en peligro vidas humanas. Pero los delincuentes, los terroristas incendiarios y reincidentes, reciben las penas mínimas sin la obligación de trabajar perpetuamente, sin cadena, en la recuperación del ecosistema dinamitado. El animal no destruye su hábitat. Contra él solo atenta la perversidad del ser humano.

Por acciones mucho menos graves los  movimientos sociales se manifiestan y claman  al  Gobierno para que modifique las leyes y endurezca las penas. Por delitos de menor trascendencia se ponen cámaras de vigilancia y se refuerzan los sistemas de seguridad.

Es momento de una toma de conciencia a fondo ante un grave problema que nos afecta tan vitalmente como la contaminación de las playas o de las ciudades, la corrupción  o la degradación política. Lancemos, pues, desde nuestras secas gargantas un grito unánime y solidario que, de una vez y para siempre, detenga las mechas incendiarias que están destruyendo nuestro ecosistema.

(Publicado en IDEAL de Granada, el 20 de Septiembre de 2016)

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