El tiempo

Desde el punto de vista filosófico, el tiempo no tiene realidad óntica. Hecho paradójico, pues la temporalidad es uno de los existenciales del hombre y de todo ser creado. Para S. Agustín, el pasado no es, pues ya pasó; el futuro, tampoco, pues no es todavía. El presente está permanentemente dejando de ser, por lo que no tiene entidad. ¿Qué es, por tanto, el tiempo? Simplemente una vivencia por la que relacionamos los acontecimientos que puntualmente van sucediéndose a nuestro alrededor o en el interior de nosotros mismos. Para Kant, el tiempo y el espacio son dos a priori de la sensibilidad que hacen posible el conocimiento. Para Azorín y Machado, esta vivencia del tiempo es lenta y tediosa, monótona como el susurro de la fuente o el caer silencioso de la tarde. La vida discurre, para ellos, circular, pausada, tediosa, soñolienta…

No muchos conocen a Kant, y pocos, su teoría del conocimiento.  Recordemos  la ignorancia que de él ofrecieron los Sres. Iglesias y Rivera a la pregunta de un periodista. Mi maestro y gran amigo, el doctor Antonio Sánchez, profesor universitario, cuando le decía que teníamos que vernos pronto, me recordaba socarronamente al genio de Königsberg: “pongamos el lugar y la hora”. Hoy el alzhéimer, como a tantos otros, le ha robado  estos dos “a priori de la sensibilidad”, colocándolo en el Olimpo intemporal de los dioses o, tal vez, en la degradación de lo humano, previa a la aniquilación de la vida.

Tampoco S. Agustín, Machado o Azorín  guían  nuestra reflexión sobre el tiempo, cuando termina el  verano, y el otoño nos abre sus puertas con interrogantes sin respuesta. Pero, si leemos algunos textos de Azorín, veremos que cuadran perfectamente con ciertas vivencias del tiempo, al inicio del otoño granadino: “¿Habrá sensación más trágica que aquella de quien siente el Tiempo, la de quien ve en el presente el pasado y en el pasado el porvenir?” Venimos oyéndolo  reiteradamente: el presente de nuestras comunicaciones  ferroviarias no mejora el pasado; las empeora. Y para el futuro aparece la sombra del “eterno retorno” nietzscheano: seguiremos atrapados en el obscuro pasado.  Hace medio siglo, volviendo a Madrid en el tren de la noche, de diez a ocho de la mañana, oí a un joven turista decirle a su novia: “Granada es el culo de España”. Desde entonces no ha desaparecido esa metáfora de mi mente;  y no ha perdido validez. No. Llegue el AVE por tierra, soterrado o volando, profanando los acuíferos de Loja o mordiendo  el polvo de  los secanos, los granadinos seguiremos pagando un tiempo y un espacio que los políticos debieron acortar. El AVE no es un tren turístico, para visitar Andalucía antes de llegar a Madrid. Su espacio natural sería por Jaén y Despeñaperros, hasta enlazar, por Ciudad Real, con el de Andalucía. La diferencia de “coste” se compensaría con un mayor número de usuarios (Jaén, Linares…) y repercutiría favorablemente en el espacio-tiempo del trayecto, y en el precio para el usuario. Pero, aquí, parodiando a Heráclito, sí que no hay marcha atrás en las aguas de este río, “afluente del Guadalquivir”.

El tiempo se siente también, aunque no exista en la naturaleza, en las “esperas” del Nuevo Hospital,  que, con su tecnología punta, con sus accesos, con sus aparcamientos…, parece desesperar al usuario, y a gran parte del personal hospitalario. La rapidez (dos décadas) con la que se ha construido y acondicionado ha impedido, probablemente, eliminar todas las “goteras” interiores y exteriores que están apareciendo.

Y si el paso del tiempo producía angustia en Machado, ¿Qué le produciría  el “tiempo muerto” de esta política de rufianes? Asco. A él y a muchos de nosotros.

(Publicado en IDEAL de Granada, el miércoles 7 de Septiembres de 2016)

 

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