La violencia que no cesa

 

Vivimos permanentemente amenazados por la violencia: violencia terrorista, violencia de género, acoso escolar,  violencia de mafias, francotiradores que irrumpen en colegios, centros de ocio… Y, enfrente, se alzan voces de condena, se proclaman leyes que intentan, infructuosamente, contener la agresividad cainita del  corazón humano.

La violencia es la expresión de la agresividad congénita en el animal y el ser humano. Es un instrumento primario de supervivencia: con ella defienden la alimentación, el espacio residencial y el instinto sexual. Su transcendencia la ha llevado a ser abordada desde múltiples disciplinas: derecho, ética, sociología, psicología… Y se han dado múltiples definiciones de la misma. Me quedo con la de J.A. Viera-Gallo, en su artículo La violencia se ha hecho sistema: “Filosóficamente puede decirse que es violenta cualquier acción humana que utiliza la fuerza para alcanzar un objetivo. La fuerza varía desde la presión psicológica hasta dar muerte a un semejante. Cabe, entonces, preguntarse si existe  alguna acción humana donde la violencia no esté presente”. Posiblemente, no. Porque hay una violencia legal que cohesiona a la sociedad a través de estructuras sociales, económicas, educativas, culturales, y que monopoliza el Estado en nombre de los ciudadanos y para bien de los mismos. Pero sería absolutamente inaceptable, si “causa la opresión del hombre e impide que el hombre sea liberado de esta opresión”, en palabras de Díez Alegría.

Los comportamientos desarrollados en torno al “procés”, donde la Guardia Civil ha documentado ante el Tribunal Supremo 315 actos  de violencia o agresión, en Cataluña,  han reactivado la reflexión sobre determinadas formas de violencia. La rebelión contra la Constitución, contra el poder legítimamente establecido y  las decisiones de la justicia, utilizando como arma a las masas populares, los Comités de Defensa de la República y  la pasividad de los Mossos d’Esquadra,   puede desmontar el Estado de Derecho. La represión coactiva  es monopolio  del Estado legítimamente constituido, que la ejerce mediante las fuerzas armadas. Permitir el destrozo de los furgones policiales, la expulsión de las fuerzas de seguridad de hoteles y pueblos, los  escraches a las mismas…, conduce a la desconfianza en las instituciones  de nuestro país.

Las imágenes de Lavapiés, en Madrid, donde la policía tiene que  recular ante la violencia y las agresiones de los manifestantes que  destrozan coches, rompen escaparates,  alentados por políticos de “baja cuna y alta cama”, nos dejan estupefactos. Como atónitos nos han dejado, esta Semana Santa,  los incesantes cortes de carretera llevados a cabo por los incendiarios de los “comités republicanos”, cortejados por los Mossos y bendecidos  por los grupos separatistas y los comunes del Parlamento. En las caravanas de vehículos inmovilizados hemos visto la indignación de los conductores que no llegaban a su trabajo, al hospital o a la descarga de hortalizas de nuestra costa andaluza en los mercados catalanes o comunitarios.

La violencia, como ocurría en el País Vasco, gana terreno en Cataluña en forma  de amenaza anónima. Se reitera contra Boadella: “Boadella, fot el camp” (lárgate), aparecida hace unos días frente a su casa, en el pueblo gerundés  de Jabre. O las de Arran a Llarena en Das. Tampoco podemos  olvidar  a Isabel Coixet, objeto de insultos y descalificaciones, desde que firmó el Foro Babel, que pedía el bilingüismo real. “Me doy cuenta con claridad espeluznante de que, pase lo que pase, no hay sitio para mí ni para nadie que se atreva a pensar por su cuenta, en este lugar que me ha visto nacer. Nunca creí que el precio a pagar por decir con respeto y con honestidad lo que uno piensa, iba a ser tan alto”.

Esta situación conduce a la fuga de cerebros, de empresas y de eventos como la Barcelona World Race. Cui prodest violentia?

(Publicado en IDEAL de Granada, el martes 3 de Abril de 2018)

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