Último adiós

La literatura ha inmortalizado la actuación de la Muerte sobre personas próximas a grandes escritores. Coplas de Manrique,  Elegía a Ramón Sijé, de Miguel Hernández, Elegía a Ignacio Sánchez Megías, de Lorca… Los genios han convertido en arte indestructible, eterno,  el dolor por la pérdida de un ser querido. Increpación  (“No perdono a la muerte…”) y expresión plástica del  brutal comportamiento de la enemiga de la vida (“Un mazazo duro, un golpe helado, / un hachazo invisible y homicida”. O “la muerte puso huevos en la herida” de Ignacio). Y han sublimado las cualidades del finado: “¡qué señor para criados /e parientes! O “No hubo príncipe en Sevilla / que comparársele pueda”.

Al final de la Edad Media, un período marcado por la crisis económica, social y religiosa, la muerte, provocada por las pestes, guerras y hambrunas, provoca una profunda reflexión sobre la vanidad de las cosas, la degradación de la belleza humana y la igualdad de ricos y pobres, escenificada a través de las danzas de la muerte.

En la actualidad,  en una sociedad sin argumentos apodícticos sobre la vida y la muerte, sumidos en el vertiginoso fluir del tiempo, sin reflexión profunda  acerca del “existencial humano”, en nuestro entorno nos encontramos a diario con dos maneras de enfrentarse a la muerte. La católica, con unos ritos sagrados, rígidos, dentro de la celebración expiatoria y salvífica  de la Misa, en donde el celebrante reitera palabras de consuelo y esperanza, a la luz del Evangelio. Raramente se oye algo original, como  en el funeral de un familiar mío, a quien la muerte arrebató la vida demasiado temprano. En Vélez de Benaudalla. El sacerdote, joven, humano, cercano a la gente, viendo destrozados a los padres, las hermanas, al marido e hijos de la difunta, en una Iglesia abarrotada, dijo que en la Facultad no le habían formado para  explicar el porqué de esta muerte. Invitó a reflexionar, y se sentó unos minutos, antes de proseguir la Eucaristía. ¡Qué gran sermón! ¡Qué silencio tan elocuente, frente a palabras vacías! Tras la ceremonia, subí a la sacristía y le felicité.

La otra forma de abordar una despedida es la laica. Ésta tiene otro ritual, menos encorsetado; normalmente formado por música sugerente,  textos poéticos, con fuerte carga emotiva y filosófica, y un panegírico del finado. Aquí no se cae en la monotonía. Cada acto, como cada vida, es único e irrepetible, por ahora.

El día 14 de 3, el día del 3,14, del factor fijo para hallar  la circunferencia y el círculo, fue elegido por Lorenzo Román para que le diésemos el último adiós. El creador de la librería Teorema eligió esa fecha. En la sala de ceremonias de San José estaba reunido el consistorio granadino y ex-altos cargos políticos, acompañando a su esposa, María de Leyva, concejala de Cultura, y familia. Entre ellos había concordia: García Montero ofrecía un asiento a Paco Cuenca, sin ningún tipo de “moción”. Música, y una breve exposición de la trayectoria  profesional de Lorenzo.

Lorenzo era uno de los  últimos libreros antiguos de Granada. Trabajó en Paideia y Urbano, y en los años 80 creó su librería. Él conocía nuestras necesidades, y nos indicaba, sin abandonar su tarea interminable, las novedades en filosofía, literatura, en revistas… Él se movía por los Institutos, junto con María, en Ferias del Libro, en las que acercaba a los alumnos los libros de  lectura. Él, callado y sabio, se ha ido pronto. Como rezaba su esquela: “AMANTE DE LOS LIBROS Y LIBRERO. Temprano madrugó la madrugada…”. Con él también se van marchando las viejas librerías. El virus digital, más voraz que los temidos lepidópteros, mantiene en la UVI  a los libros en papel. Nuestro reconocimiento, viejo amigo.

(Publicado en IDEAL de Granada, el domingo 2 de Abril de 2017)

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