La felicidad

Buscando unos documentos en las carpetas de facturas, contratos, fotografías, recordatorios…  que mi nonagenaria madre dejaba, al morir, hace un año, quedé, una vez más, sorprendido por el perfecto orden con el que conservaba, en sobres usados, la documentación. Nada que envidiar a un archivo informático: todo distribuido por materias, y  cronológicamente. Un legado histórico de más de noventa años. Allí se encuentra el recordatorio de la muerte, entre otros, de D. Enrique Montero, propietario de Azucarera Montero, S.A., exalcalde de Motril en los años cuarenta, y padre de Paco Montero, creador del “Ron Pálido”. En otro de los sobres me reconocí, imberbe, con peinado de hombre, en una foto de medio cuerpo, en blanco y negro, cuyo dorso contenía un tesoro “ha tiempo por mí olvidado”: las firmas de dieciséis jugadores del Granada: Ñito, Gerardo, Datzira, Santos, Barrachina, Flores, Lara… No recuerdo cuándo conseguí esas firmas en la foto que llevaba en la cartera. Supongo que tras un entrenamiento. Pero el reencuentro con mi pasado, que es presente vivo en sentimiento y afecto por lo nuestro, me ha llevado al rencuentro con la felicidad low cost. Eran otros tiempos. El Granada brillaba con luz propia en el firmamento futbolístico. Hoy, sus jugadores, cual oscuros satélites, débilmente resplandecen a la luz de los astros de los equipos contrarios.

Estamos dejando atrás el período más agresivo del año contra la estabilidad emocional: la Navidad y sus posteriores “rebajas”.  Las empresas han tratado de cerrar el año con balance positivo, vendiéndonos publicitariamente la felicidad. Una felicidad estándar, para  niños,  jóvenes y mayores.   Recuerdo la reciente vuelta de Rafa Nadal a la competición, en Abu Dabi. Tras el partido, dedicó unos minutos a firmar pelotas de tenis a niños y jóvenes. La felicidad era inenarrable. El precio: un gesto de amabilidad, una firma.

Como reverso de esa moneda, no se me olvida una calurosa tarde de Septiembre, primer partido de Liga, cuando los jugadores del Madrid salían del Hotel de concentración, Eurostar Suites Mirasierra, para enfrentarse al Villarreal. El autobús, estacionado  a unos metros de la puerta. Un simbólico cerco de seguridad. Con paso marcial iban subiendo Raúl, Casillas, Roberto Carlos, Beckham…  Unos veinte niños, con sus padres, les hacían el pasillo, con la ilusión de conseguir un autógrafo. Papel y boli en mano, algunos recogieron la firma “exprés” de alguna de las  estrellas. Sin embargo, una niña de  seis o siete años, de fisonomía oriental, no consiguió la firma de ningún jugador  en el pequeño bloc que les ofrecía en una mano,  mientras les tendía un lápiz con la otra. Las puertas se cerraron y  el autobús emprendió el breve recorrido hacia el Bernabéu. La niña se abrazó desconsolada a su madre. El aparcamiento quedó vacío, y aquella escena traumática, que no recogieron las cámaras,  sigue viva en mi recuerdo y, seguro, en el corazón de la ya joven.

En el ajetreo navideño hemos podido ver también al niño inglés, Bradley Lowery,  de cinco años, con cáncer terminal, aficionado del Sunderland, marcando un gol al portero suplente del Chelsea, en el descanso del partido contra su equipo. Gol del mes de diciembre, para la BBC, compartido con Henrikh Mkhitaryan, del Manchester United. El aguerrido Diego Costa, hecho un flan, le aconseja antes de lanzar el penalti. Y feliz, con la camiseta rojiblanca firmada por sus ídolos, abandona el crío el campo, haciendo la señal de la victoria con los índices de sus manos,  con una ovación atronadora del graderío. ¡Qué sencillo es hacer feliz a un niño!

La felicidad no está, pues, en la cantidad de regalos, ni en competir por el tener, sino en  los pequeños detalles y en el afecto de quienes  admiramos y queremos.

(Publicado en IDEAL de Granada, el domingo 15 de Enero de 2017)

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