El humor, a la Academia

La designación de Antonio Mingote para ocupar el sillón “r” de la Real Academia de la Lengua ha producido una general sorpresa. Sorpresa motivada por la novedad de que un dibujante tome “asiento” junto a las más ilustres plumas de nuestra Lengua, así como por el desconocimiento que se tiene de los elevados quilates lingüísticos que encierra una buena viñeta.

No es mi intención hacer aquí una semblanza del nuevo e ilustre académico, a quien Luis María Ansón ha dedicado ya una página con pinceladas insuperables. Voy a intentar solamente ofrecer unas reflexiones sobre los valores lingüísticos del lenguaje del humor.

“Digo yo que estos señores que me han llamado tendrán alguna idea de lo que creen que puedo aportar” –responde Mingote, modesta e inteligentemente, sobre su papel en la Academia. Pues claro que la tienen, puesto que, con talante innovador, han sabido abrir las puertas de la Academia a los nuevos aires del quehacer lingüístico.

Dice Lázaro Carreter que un rasgo destacable de D. Antonio es la “perfecta cohesión entre la imagen y el lenguaje” de sus textos. Textos e imagen forman, en el humor, una simbiosis sublime, cuando sobre la cuartilla revolotea la inteligencia de un genio. Si, por el contrario, el lápiz es conducido por torpe mano, el divorcio palabra/imagen producirá la voladura de este bello canal de la comunicación.

El humorista gráfico es un eterno creador de lenguaje. Creatividad que arranca desde el mismo instante en que un acontecimiento de nuestro entorno es codificado en clave iconográfica. Una imagen y una palabra constituyen la forma suficiente para albergar el contenido de un editorial o para transmitir las expectativas de todo un pueblo. El humorista crea mediante el uso peculiar del lenguaje. Uso marcado generalmente por la ironía y la polisignificación. Si una de las condiciones indispensables para para la obtención del premio Nobel viene siendo la creación de un mundo o de un sistema lingüístico-significativo en los escritores literarios galardonados, no menos cierto es que todo humorista de prestigio reconocido hunde las raíces de su fama en una indisoluble sincronización del binomio palabra-imagen.

Este binomio constituye una estilización formal de un profundo mensaje. Y, desde el punto de vista formal, sin necesidad de firma, los lectores medios de nuestro país pueden reconocer perfectamente a cualquiera de nuestros grandes humoristas, con el solo hecho de asomarse a las páginas de la prensa. Es decir, que cada uno tiene su lenguaje propio e intransferible. Pero, además, tras esa forma, bajo el simbolismo inconfundible de la grafía, subyace siempre una filosofía clave, una cosmovisión latente, que trasciende la comunicación puntual, que paraliza la sonrisa ingenua con su aparición diaria, como el férreo canto del martillo sobre el yunque.

Nunca se me borra de la mente la imagen del granadino pidiendo el diario a su conciudadano para echar un vistazo a la viñeta del célebre Miranda. Grandes y chicos, hombre y mujeres, letrados y analfabetos, se desayunaban  cada día con ese néctar informativo en el que el ilustre humorista trasmitía la noticia más relevante de la información local. Para la gran mayoría, Miranda era la causa única y suficiente de acercarse al periódico.

Mingote escala, pues, los peldaños de la academia, tras haber acreditado fehacientemente, en su ya larga trayectoria de escritor-dibujante, sus insuperables dotes en el campo del humor. Debemos admitir su autodefinición: “Ni genio ni intelectual, ni nada de eso. Soy un dibujante de humor”. Efectivamente, no eres un genio; eres un genial humorista: No eres un intelectual; eres un inteligentísimo crítico de cuarenta años de nuestra historia, acuñados en unos chistes inconfundibles en el plano de la expresión y del contenido.

Festejemos, pues, tan importante evento, por lo entrañable de nuestro egregio académico y por el hito histórico que ha marcado para nuestra lengua su acertada elección.

(Publicado en el diario LA VOZ DE ALMERÍA, el jueves 29 de Enero de 1987)

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