Do you not now that rich people give poor people work. It is difficult to work for a hard master, but it is more difficult to work for no master.
(O. Wilde, Short histories. The coronation).
Hace tiempo que, leyendo a Oscar Wilde, tomaba, entre otras, esta nota, cuyo contenido sigue vigente un siglo después. Como ha sucedido a lo largo de la historia, muy pocas personas disponen de recursos para vivir sin emplear a otros o sin trabajar para otros. Y más, en estos momentos de crisis. Porque el anacoreta es ya una especie extinguida.
Desde el siglo XIX, los derechos de los trabajadores y de los ciudadanos han ido experimentando un extraordinario progreso, hasta desembocar en la llamada “sociedad del bienestar”, en la que se garantizaba, con aportación personal o sin ella, los servicios de educación, sanidad, asistencia en la tercera edad, vacaciones por el Imserso, fiestas populares, centros deportivos y de ocio… a todos los ciudadanos. Y se ha creado la conciencia de que esos servicios, incluido el derecho a una “vivienda digna”, son gratis, y de que el Estado tiene la obligación de garantizarlos a todos.
Pero, no. Son fruto de los impuestos al trabajo, al patrimonio, al consumo… El Estado, nuestro Estado, no tiene ya patrimonio. Como padre “alegre” lo ha ido dilapidando. Ahora sólo es el administrador de los recursos que recauda por los impuestos o por préstamos que hipotecan nuestro futuro. Y un administrador de dudosa garantía. Porque tenemos más que comprobado que, cuando administra activos (AENA, Cementerios, Aguas, Empresas, Sanidad, Educación, Bancos…), las fugas de dinero en las arcas públicas son permanentes y las pérdidas, cuantiosas. Y, cuando gestiona nuestros impuestos, los desfalcos y malversaciones superan a los de las mafias del Éste.
Como dice O. Wilde, “es duro trabajar para un negrero, pero es mucho más duro no trabajar para nadie”. Y yo diría que es más duro todavía trabajar bajo los tentáculos de los “sátrapas” que, permanentemente, esquilman con impuestos nuestros salarios, y enajenan el fruto de nuestro trabajo y nuestro patrimonio con insaciables dentelladas tributarias.
En la situación actual, en la que los gastos del Estado superan ampliamente a los impuestos que pagamos; en la que se sigue sin controlar el despilfarro; en la que los cierres de empresas y comercios no cesan; en la que el número de parados y personas que emigran va en aumento, nos vemos obligados a repensar a Wilde. Pero nos encontramos con que no hay empresarios que nos den trabajo a cambio de explotarnos, sino un Estado que nos vacía el bolsillo sin ofertas de trabajo. Por lo que tendríamos que poner en práctica el pensamiento de Jeremy Rifkin: repartir el empleo, reducir la semana y la jornada laboral, implantar el ingreso social garantizado… Porque no es de recibo que una minoría sostenga permanentemente con su trabajo y sus cotizaciones la supervivencia y el bienestar del resto. Si repartimos los beneficios del trabajo, repartamos el trabajo que genera los beneficios.
Esto conduciría a una razonable recomposición social, en la que cada trabajador dejaría de ser objeto de un atraco constante, porque cada cual produciría los medios para su sustento. El estado de bienestar general sería menor, pero desaparecería el actual “estado de malestar”. Sin embargo, esta conciencia está lejos de florecer: ni a la izquierda, ni al centro, ni a la derecha, ni a los analistas políticos, ni a los poseedores de uno o varios puestos de trabajo… se les ve dispuestos a renunciar a “su estatus”, y sólo piden ordeñar la vaca del Estado; una vaca que camina por el erial de la menopausia.